Autopsia del rechazo: Jade Yahaira Navarro Correa

Ensayo vencedor del Premio: Un Acercamiento a José Saramago 2025, CCH UNAM, organizado por la Cátedra Extraordinária José Saramago

Lo que no entendemos genera miedo, claro: es la naturaleza humana en acción. Huimos siempre de lo desconocido: lo perseguimos, lo acorralamos, lo destruimos porque preferimos la comodidad de lo familiar a la incomodidad que provoca aceptar que no somos especiales, que allá afuera hay algo o alguien que no podemos moldear ni manipular. Entonces la pregunta es: ¿por qué hacemos lo que hacemos con lo que no entendemos? En “Centauro”, José Saramago no habla sólo de una criatura mitológica sino también de una proyección de nosotros mismos, de cómo, por miedo, destruimos nuestra parte animal, nuestros instintos más primitivos. El ser humano ha intentado, desde el inicio de su existencia, separar desesperadamente el cuerpo del alma, la luz de la sombra, la razón del instinto. En su obsesión por entenderlo todo, ha olvidado mirar hacia atrás. Ha matado a sus dioses, a sus mitos y también a sus centauros. “Centauro” es, creo yo, un lamento, una lucha universal, no individual: la del ser humano que intenta vivir negando una parte de sí mismo. Ahora bien, estimado lector, permíteme expresar mi descontento con la humanidad. En el cuento, el centauro es presentado como algo inclasificable, una existencia que no cabe, que no es humana ni animal, un ser incompleto que no pertenece. Y precisamente por no pertenecer, recibe nada más que rechazo de todo lo que lo rodea. Es nuestro mecanismo de defensa frente a aquello que nos asusta: lo aislamos. Y no solo los humanos lo persiguen, también él mismo percibe su propia existencia como incómoda furiosa, dividida. Su parte animal lo esclaviza y por ello la reprime para sentirse, al menos una vez, completamente humano. En un fragmento del texto, el centauro observa desde la distancia a Don Quijote y Sancho Panza pelear contra unos molinos. Al ver caer al caballero herido y retirarse humillado, Saramago nos muestra algo inquietante: sólo una criatura mítica es capaz de tomar en serio el dolor humano. Mientras los hombres se burlan de Don Quijote, el centauro —que ni siquiera comprende su lengua— reconoce la injusticia. Desde su éticaclásica entiende que si alguien hiere al débil, merece castigo; si alguien derriba a un caballero, es un enemigo. Así, los molinos dejan de ser máquinas: se vuelven monstruos injustos. Y es esa indignación —tan ajena a nuestra indiferencia— la que lo impulsa a destruirlos. Porque donde nosotros vemos locura, él ve una víctima; donde vemos ridículo, él ve dignidad. Entonces le pregunto a quien reconozca, aunque sea en silencio, su propio centauro interno: ¿la verdadera locura era la de Don Quijote o es la nuestra, por haber perdido la capacidad de indignarnos? Tal vez lo más doloroso del cuento no sea la persecución del centauro, sino lo que revela sobre nosotros. Porque, si somos honestos ¿quién no ha sido alguna vez ese ser que no encaja en ningún lado? Todos hemos sentido esa punzada interna de vivir entre dos mitades: lo que queremos ser y lo que debemos ser; lo que sentimos y lo que nos permiten sentir. No caminamos sobre cuatro patas, pero también cargamos una parte salvaje que nos han enseñado a esconder: la rabia, la ternura, el miedo, el deseo, la intuición, el amor. Es esa zona instintiva que la sociedad etiqueta como “irracional”, “exagerada”, “improductiva”. Por eso la historia incomoda: porque nos desnuda. Nos obliga a mirar eso que somos y preferimos reprimir. Igual que los hombres del cuento persiguen al centauro, nosotros perseguimos lo que en nosotros no encaja. Señalamos, rechazamos y excluimos, incluso cuando ese “otro” somos nosotros mismos y lo más perturbador es que lo hacemos sin darnos cuenta. Convertimos la autocensura en disciplina, la represión en madurez, la renuncia en virtud, el engaño en realidad. Aprendemos a callar lo que quema, a suavizar lo que incomoda, a esconder aquello que podría recordarnos que somos y seguimos siendo frágiles, siendo contradictorios, más inestables de lo que quisiéramos admitir. Fingimos que el instinto es solo un error de fábrica, una parte defectuosa del alma humana que debe ser desgastada a base de rutina y obediencia. Y así, sin quererlo, nos volvemos expertos en mutilar lo que nos sostiene por dentro. En el fondo, todos llevamos a un centauro respirando bajo la piel: asustado, cansado, furioso, tratando de sobrevivir entre las reglas que nos imponen y las que nos imponemos nosotros mismos. Y cada vez que lo silenciamos para encajar, cada vez que lo dejamos morir un poco para ser aceptados, repetimos la misma tragedia del cuento. Lo que Saramago narra no es sólo la historia de una criatura mítica asesinada, sino la metáfora de nuestra propiarenuncia diaria. Y quizá lo verdaderamente doloroso es comprender que, en esa renuncia, hay algo de irreversible, algo que se pierde para siempre sin que nos demos cuenta. Al final, ¿cuánta humanidad no se pierde cuando dejamos de escuchar lo que llevamos dentro? ¿Cuántas partes nuestras hemos mutilado para no ser considerados extraños? El centauro no sólo huye de los hombres: huye del dolor de estar partido en dos. Esa es la tragedia que Saramago nos lanza a la cara: vivimos peleados con lo que somos, negando lo que nos duele, fingiendo que somos sólo razón cuando en realidad somos una mezcla exquisita de caos, impulso y contradicción. En consecuencia, cada vez que escondemos lo que somos, nos parecemos menos al ser humano que deberíamos ser… y más a quienes destruyen lo distinto. Nos apagamos, nos volvemos grises. Desaparecemos en un mundo lleno de formas perfectas pero huecas. En definitiva, lo más aterrador no es la muerte del centauro, sino la tranquilidad con la que el mundo la acepta. Nadie lo llora. Nadie lo nombra. Nadie se pregunta qué significa perder a la última criatura capaz de ver lo que nosotros ya no vemos. Su muerte pasa como tantas tragedias silenciosas: sin escándalo, sin resistencia, sin memoria. Por consiguiente aparece el verdadero horror: no que se persiga al centauro, sino que su persecución nos parezca normal, que hayamos preferido un mundo mutilado antes que uno incómodo, que la indiferencia haya vencido a la ternura, a la debilidad, al asombro, a la rabia justa. Pues si el centauro era nuestra última parte indomesticable, la única capaz de sentir indignación frente a la injusticia, entonces su muerte es una advertencia. Una que nos dice que cuando terminemos de cazar todo lo que nos incomoda, no quedará ningún monstruo afuera… solo el que dejamos crecer adentro. Y así, cuando el silencio nos alcance y no quede nada que perseguir más que nuestro propio reflejo, quizá tengamos que preguntarnos: ¿qué nos quedará cuando todo lo que éramos haya muerto, cuando sólo sobreviva la parte de nosotros que jamás aprendió a sentir y no quede nada más que un monstruo incapaz de mirarse al espejo?

Jade Yahaira Navarro Correa en la Cerimónia de Premiación, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

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